martes, 13 de octubre de 2009
MAMÁ AMASA LA MASA
Yo no había volado nunca en reactores y ni siquiera conocía el Aeropuerto Internacional de Pajas Blancas pero me consideraba un as de la aviación. Para ser un buen piloto no hacía falta más que una cuerda ligada entre dos sillas, sacudir los brazos como alas, conservar el equilibrio, aguantar el temblor de las rodillas y lanzarse con los pies juntos en dirección a la gran constelación de El Principito. Entonces el pelo se dividía en dos partes iguales y a la altura de la boca del estómago sentía cómo el pupo cambiaba de lugar. Todo duraba lo que el tiempo de una foto. A través del tajo que me hacía manaban relámpagos de sangre caliente. Entonces aparecía ella, que me llevaba hasta la pileta, abría la canilla y dejaba que el agua corriera sobre el cuero cabelludo. Entonces me decía ya pasó. Ya pasó, me decía, ya pasó. El gigante dibujado por Gustavo Doré para ilustrar el cuento Pulgarcito tenía las pupilas brillantes, el rostro encendido, la barba crecida y una panza abultada que le tensaba la camisa. No era de extrañar, ya que todas las mañanas se comía un enanito. Muchas veces se apoderaba de la calle Jerónimo Luis de Cabrera y se detenía delante de mi casa con intenciones de meter sus manazas a través de la ventana. No era un sueño. Estaba ahí. Escuchaba su respiración que ascendía y descendía como la lona del circo Sarrasani. Entonces corría a buscarla. Mamá olía a papel de molde, jabón Manuelita y alfileres de gancho. Ya pasó, me decía, ya pasó. Supongamos que abría un sobre de Uvasal y lo vaciaba en el interior de la azucarera. Entonces, al endulzarlo, el mate estallaba como una granada. Había llegado la hora de restaurar el orden. Mi mamá tenía dos registros de voz: una de sargento soprano y otra para cantar Madreselva, a dúo con Libertad Lamarque. Cuando me portaba mal sacaba chispas por los ojos y me ordenaba vení para acá, me vas a volver loca y se daba cuerda y dale y dale y dale y me retaba, sentate ahí, sentate ahí y no se te ocurra levantarte hasta que yo te diga. Entonces me daba a elegir entre dos castigos: pegar botones o estudiar el catecismo. Yo elegía los botones. La verdad es que los pegábamos a medias. Ella chupaba el hilo y yo enhebraba la aguja. Podíamos, en un día de furia indescriptible, pegar entre treinta y cuarenta botones. Así hacíamos las pases. Yo todavía lo hago. En serio. Coso todos los botones que se caen en mi casa. Los voy juntando en una caja de pastillas Valda y un día cualquiera me encierro en el garaje, chupo el hilo, enhebro la aguja y me pongo a trabajar. Estoy con ella pero solo. A veces jugaba a Elevetrés usando un vaso de la cocina como micrófono. Hola hola un dos tres aquí transmitiendo desde el jardín municipal de la calle Jerónimo Luis de Cabrera. Hace un tiempo muy soleado. Escuchen los cantos de la multitud. Las hormigas ponen en marcha el motorcito y desaparecen por un agujero misterioso. Extraooooordinario. ¿Qué temperatura tenemos en Venado Tuerto, Maidana? Y si no era Maidana era Espinoza. ¿Qué temperatura tenemos en Los Cocos, Espinoza? Bueno, una vez que estaba transmitiendo un partido entre Botafogo y Estudiantes el vaso se rompió y me descarnó la nariz, las cejas y los labios. Ella, que estaba escuchando la transmisión, se secó las manos en el delantal y con una pinza de depilar fue sacando los pedacitos de vidrio que se me habían incrustado en las mejillas. Después me colocó una botella helada de La Lácteo a cada lado de la cara. Ya pasó, me decía, ya pasó. He convocado para esta nota a Maidana y Espinoza, pero se los escucha con mucha interferencia. Sobre la máquina de coser, su cuaderno privado de corte y confección. Mamá escribía con lápiz: La altura de las polleras se obtiene midiendo desde la altura de la cintura hasta el final de la rodilla. El ruedo es igual a la suma del ancho de caderas más 25 cms. Señora Dávila debe solera $ 9,50 (busto prominente). Solamente en la hoja de la Señora Dávila decía “busto prominente”. ¡Hurra! Acababa de iniciar la eterna búsqueda del Arca perdida de la Señora Dávila. No recuerdo los sueños –no se puede– pero debe haber pocas cosas más terribles para un chico que dormir con la puerta abierta del ropero. Por ahí, en manada, salían las pesadillas a buscarme, encontrarme y comerme la cabeza: dos amígdalas flotando en medio litro de alcanfor, un auto sin control que apuntaba inexorablemente al cruce de Colón y General Paz, la tabla del cinco sin respuesta, los pies de Jesucristo atravesados por un clavo de elefante, dos o tres fotogramas de La Momia, y, por fin, un lobo confianzudo y baboso que me gruñía al lado de la oreja. Pero no había problemas: yo estaba conectado a la muñeca de mi vieja a través de un hilo invisible que nadie conocía. Ya pasó, me decía. El lobo se llamaba Fredy. Desde que supe que los enanitos de Blancanieves tenían nombres diferentes me la pasaba bautizando todo lo que se me cruzaba. Incluyendo al lobo de la pesadilla. Los roperos se han extinguido como los dinosaurios en la cuenca del Suquía, mamá. Quería decírtelo. A veces, para practicar, me contaba los dedos. Casi siempre daba diez pero por ahí me daba once. Entonces contaba otra vez. Diez. Otra vez. Once. ¿Dónde estaba el dedo que me sobraba? Entonces inventé un número nuevo que iba entre el tres y el cuatro. El número se llamaba flit y su principal característica era que nunca se equivocaba. Uno dos tres flit cuatro cinco seis. Gracias a él llegué a tener catorce dedos. Era un secreto. Eso creía. –Mamá ¿qué hora es? –Las cinco menos flit. Y se reía. Cada vez que cumplía años me regalaban animales de plástico. Alguien había hecho correr la voz de que los animales me enloquecían y mi dormitorio se fue transformando en el continente africano. Yo era el jefe. Y el león era el vice. Cada tanto los soltaba a pastar sobre el piso de mosaicos. Antes de dormir me gustaba pronunciar un discursito: “El que toque un solo pelo de este rebaño, morirá”. El día en que amanecieron todos menos la jirafa, mi mamá, que la había roto sin querer, comenzó a llorar. Yo le dije ya pasó, mamita, ya pasó. Por la mañana me tapaba la cabeza con las mantas y la esperaba. Nunca fallaba. Primero se acercaba a la cama y después se sentaba a mi lado. Yo notaba su peso en el colchón. Me acariciaba la espalda por encima de las mantas y hablábamos sin vernos: –No te encuentro, ¿dónde estás? –En el fondo del mar. –¿Cómo es el fondo del mar? –Como una olla. –¿Cómo hacés para hablar sin ahogarte? –Tengo puestas las patas de rana. Si se iba sin darme un beso es que no me había creído. Tendrías que haberme creído, mamá. Yo nunca te hubiera mentido. ¿Ustedes saben zapatear como los gauchos? Es dificilísimo. Primero se apoya el taco después la punta del otro pie y antes de aterrizar se dobla la rodilla. Con elegancia. Eso fue lo primero que me enseñaron en el jardín de infantes. Ponían un disco de los hermanos Ábalos y nos hacían bailar, uno por uno, en el centro de una ronda. Yo practicaba en casa mientras mi mamá tocaba el bombo con el palo de la escoba sobre el fuentón de lavar la ropa. Abreviemos: en la fiesta de fin de año me cagué de un golpe sobre el escenario. Hormiga Negra patinó en mitad del territorio nacional y cayó como un arquero mientras el gauchaje se mofaba alborozadamente del caído. Sin embargo, menos mi mamá que estaba en la primera fila del ring side, todos aplaudieron. No crean que lloraba. Estaba con los ojos cerrados y las yemas de los dedos apoyadas en las sienes transmitiéndome la fórmula inmortal: –Ya pasó, querido, ya pasó. Tenemos 25 mil días por delante. Cada vez que me cortaba con una lata de sardinas, cada vez que me quemaba con la plancha, que me perdía en el mercado, que me picaba una avispa, que me subía la fiebre, que me caía de la parra, que le robaba veinte, que le robaba treinta, que me rompía un diente con una costeleta, que me mordía las uñas hasta atrás, me decía ya pasó, querido, ya pasó. Hace veinte años que no puedo decir mamá, mamá y eso es muy jodido porque nunca termina de pasar. Ya pasó, me digo a mí mismo, ya pasó. Pero es como hablar en chino.
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